Peregrino. Quinta Parte.

–¡Lleva tus cuadritos casero! —se para delante de él un comerciante enseñándole cuadros enmarcados de diferentes tamaños con la imagen del Señor de Qoyllurit’i.

Se detiene un momento. Observa. Lo que queda del sendero es un callejón de carpas de palos forradas con arpillera blanca y techos de plástico azul llenos de souvenirs: llaveros, cuadros, velas, casitas en miniatura, camioncitos, carritos, billetes miniaturizados de diversas denominaciones –soles, dólares, euros–, réplicas diminutas de pasaportes, títulos profesionales de diversas carreras universitarias, entre otros.

–Si la imagen que se venera en el Santuario decidiera encarnarse y manifestarse físicamente en este momento, éste sería el escenario perfecto para el pasaje bíblico de la expulsión de los mercaderes del Templo –reflexiona algo decepcionado por la escena que tiene enfrente. Retoma su marcha esquivando a los ávidos compradores.

Unos metros más adelante la aglomeración de feligreses pone de manifiesto la milenaria labor del ukuku: mantener el orden y la disciplina durante toda la festividad.

–El rapto de Kukuli –recuerda– fue la primera escultura de arcilla, de medianas dimensiones, que compré en el Santurantikuy. A pesar de no conocer el mito hasta ese entonces, me deslumbró la precisión con que el escultor plasmó el rostro desesperado de la desdichada Kukuli tratando de escapar de su captor, así como los detalles que puso en cada accesorio del traje del ukuku, incluyendo sus flecos de lana, cuyo fin es representar el pelaje del ukumari –oso de anteojos– que habita en los bosques húmedos de esta zona.

Los peregrinos reconocen la autoridad que emana de ese personaje y obedecen diligentemente sus indicaciones. Ante cualquier desacato entrará en acción el zurriago –látigo de cuero de tres puntas– que sujetan en la mano más hábil.

–La mejor manera que he conocido, hasta hoy, de mantener el respeto a la tradición andina –reflexiona, tomando su lugar en la fila de personas que esperan poder ingresar al Santuario para saludar al Anfitrión.

Peregrino. Cuarta Parte.

─Vía libre ¡Por fin! ─se anima y acelera su marcha.

Va descendiendo a la zona más baja del camino hasta ahora, el barranco se ha vuelto casi una pampa altoandina digna de una postal. Al lado del camino y en medio de esa pampa una típica chocita de adobe, barro y techo de paja. En la parte exterior han acomodado mesas y bancas rústicas hechas de maderas y palos para que los agotados peregrinos puedan descansar bebiendo o comiendo algo de lo que la dueña de la choza ofrece: mate de coca para el soroche, café con pan de trigo y queso o caldo de gallina. Da una mirada de soslayo a la escena, se percata de una cantidad regular de personas degustando el caldo de gallina humeante, apresurando las cucharadas, antes de que el frío helado expulse por completo el calor de sus platos.

Pasa sin detenerse, su ansiedad por ver en el horizonte el objetivo final le hace trastabillar con unas rocas que hacen de puente sobre un pequeño riachuelo de aguas cristalinas.

─Con mucho cuidado ─piensa─ es probable que esas rocas lleven una capa imperceptible de hielo acechante en espera de una desdichada suela.

Mientras va dejando atrás la choza y las personas ─que ahora son pequeños puntos de colores─ el sendero retoma su pendiente y la caminata se hace ahora cuesta arriba. No se ve nada más que los picos de las montañas y el sendero que las corta en el horizonte.

Conforme va ascendiendo el frío se hace más intenso, sólo la luz del día está presente, no se ven rayos de sol y el viento helado arrecia.

Chiri wayra ─recuerda─ este viento helado, viento de puna, que se lleva la escasa humedad de mi frente y mis pómulos ─las únicas zonas descubiertas─ los reseca y agrieta, más y más, a cada paso ─en su mente lleva fija la imagen de las superficies de los lagos secos, inertes, llenos de grietas.

Siempre tuvo curiosidad por los cachetitos rojos de los niños que acompañaban a sus madres trayendo plantas y productos altoandinos, cada vez que los veía en el Santurantikuy de Cusco, se preguntaba el porqué de esos pómulos brillantes y rojitos, algunos incluso con la piel reventando en diminutas heridas horizontales u otros con la piel descamándose seca y maltratada. Era otro tipo de quemadura de piel por el frío helado de las alturas.

Viento helado y ascensión, lo sacaron raudamente de sus devaneos y volvían a someter a prueba la resistencia de su organismo. Volvía a sentir el aire pesado, difícil de llevarlo a los pulmones. Denso. Se detuvo para envolver bien la chalina ─cubriendo nariz, boca y cuello─ miró alrededor. Estaba solo. Inhaló profundamente y retomó el ascenso.

Estaba a punto de ceder al cansancio de sus piernas entumecidas, cuando de pronto se abrió ante sus ojos el tramo final del sendero. A lo lejos, majestuoso, el nevado Colquepunco y en sus faldas el ansiado Santuario.

─Parece un hormiguero ─sonríe─ puntos diminutos que van en filas que suben, que bajan y otras que se mueven formando coreografías casi imperceptibles a esta distancia. Los rayos del sol amenazan con inundar el valle entero. El sol inclemente de la montaña no sólo calienta. ¡Quema! Sofoca. Abochorna. Sumado al viento helado de la montaña, no augura nada bueno para lo que resta de ascenso. Tengo que tratar de ganar al sol ─se entusiasma y renueva sus fuerzas─. Comienza el tramo final.