–¡Necesito aire fresco! –piensa desesperadamente– el aire aquí dentro está completamente enrarecido –como cuando te cubres con una manta hasta la cara y pasado un momento buscas desesperadamente aire fresco liberando boca y nariz.
A pesar de tener a la banda de la comparsa a pocos metros suyo, escucha la música cada vez más lejos. El recinto está abarrotado de fieles que han convertido el ambiente en un sauna seco. Todos tratan de pegarse hasta quedar apiñados al pedido de –¡Avancen!– de los celadores que ahora están cerrando todas las puertas del templo para dar inicio a la misa.
Una sensación de desvanecimiento, que nunca antes había experimentado, se apodera de él raudamente.
–Enfócate en tu respiración –se ordena, en un último esfuerzo por mantenerse consciente.
Trata de concentrarse en su entorno. A pesar de estar pegados unos a otros, hay feligreses con velas encendidas que van consumiendo el escaso oxígeno que queda. Delante suyo hay una mujer de mediana estatura, completamente abrigada y cubierta con gorra y chalina, comienza a tambalearse sin que sus vecinos se percaten. Pone su mano en el hombro de uno de sus compañeros que reacciona a tiempo para sujetarla mientras se desploma inconsciente. Escucha otro murmuro preocupado más adelante que se va convirtiendo en grito desesperado por ayuda. Otro peregrino ha caído a consecuencia del escaso oxígeno. El reclamo por solicitar que una de las hojas de la puerta principal se mantenga abierta –para que pueda haber una correcta ventilación del recinto– se hace mayoritario y los celadores ceden a la voluntad de la feligresía.
–Prefiero este aire frío y fresco, a la ausencia del mismo, que por muy poco hacen que corra la misma suerte de los fieles que van sacando cargados en total estado de inconsciencia –piensa, mientras se siente recuperar el aliento.
Concentra su mirada en el altar mayor del templo y por fin logra identificar al Anfitrión, que hasta ese momento sólo veía en el cuadrito que le había heredado a mamá y que había colgado en la pared de su cuarto junto al cuadrito de la Virgen de las Mercedes que le había regalado su abuela, a Éllos se santiguaba todas las mañanas antes de salir de casa.
Mientras va evocando estos recuerdos, transcurre la misa hasta que anuncian la bendición final. Ahora los fieles pueden hacerle llegar sus oraciones desde una pequeña reja que han acondicionado para evitar que invadan el altar mayor, que es de proporciones humildes en comparación a otros santuarios. Las personas van abandonando el recinto conforme terminan sus oraciones. Como ha entrado casi al final por la puerta principal, será uno de los últimos en orar y abandonar en templo. Es una idea que no le desagrada, le alegra poder tener más tiempo para poder orar por todas las personas que, al enterarse de su peregrinación, le encargaron sus rezos. Incluso, conocedores de lo milagroso del Señor, le han encargado peticiones. No piensa olvidar el encargo de nadie. Conforme se va acercando al altar, y al percatarse los celadores de la ausencia de casi todos los fieles, como una orden enviada directamente por el Señor a sus voluntades, le consultan si desea que abran la reja para que pueda acercarse a orar a los mismísimos pies del Señor. Asiente respetuosamente, conteniendo la alegría que lo inunda, rodea la mesa principal de celebración y cae de rodillas ante el Anfitrión:
–Taytacha Qoyllurit’i, a tus pies me tienes, este humilde y devoto corazón suplica tu bendición para todos tus hijos, que a través mío, tienen la dicha de hacerse presentes en oración en este Tu día –brotan de sus ojos lágrimas de alegría y agradecimiento por la Gracia de haberle permitido llegar hasta Sus mismísimos pies, y se sumerge en las oraciones más bonitas que ha preparado para alabar al milagroso Taytacha.
Concluye sus oraciones con un sincero –Amén– y mientras se incorpora se hacen presentes los rayos del sol a través de las ventanas del Santuario, terminando de pintar una escena divina que permanece, imborrable, en el recuerdo del peregrino.
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Peregrino. Segunda Parte.
Por lo retador del camino, había planificado al detalle las cosas que necesitaría utilizar: gorro de lana, para evitar que la helada le congele a uno hasta las ideas. Guantes, para no darle tregua al frío helado de la montaña. Polo, suéter de lana, polera de polar y casaca, para abrigar tronco y brazos. Pantalón delgado de lana, medias gruesas, un buzo grueso, pero lo suficientemente cómodo para tener libertad durante la exigente caminata, y las zapatillas más cómodas de casa. Una linterna, para alumbrar el camino hasta que los primeros rayos del sol le regalen su luz. Está listo. Se carga la mochila con los víveres básicos. Mira su reloj. 4:45 de la madrugada.
—¡Carajo! —se reprende— debí partir hace 45 minutos.
Las tenues luces de las lamparás a petróleo, que tienen las chozas de plástico improvisadas para vender comida a los peregrinos, son las únicas luces que alumbran el sendero a seguir. El primer ascenso es empinado y accidentado, han tratado de hacer unas escalinatas improvisadas de piedra, pero las pisadas de miles de peregrinos anteriores las han terminado convirtiendo en pedazos de grada incompletos, sin ton ni son para ascender por ellas. Ya casi no queda luz. Tropieza. Enciende la linterna. Retoma su camino.
Tras un exigente ascenso se encuentra con las llamas titilantes de las velas —encendidas a los pies de la primera cruz— que le dan una falsa sensación de calor que es arrebatada enseguida por el primer golpe furioso de la altura. El aire se hace pesado y apenas respirable. Su corazón quiere abrirse paso a través de sus costillas. Sus sienes latiendo al son que les marca su agitado corazón. Su boca y el sinsabor premonitorio ya recordado hace poco el el bus. No puede seguir en pie.
—Siéntate y respira —se ordena— dosifica el escaso oxígeno a tu favor.
Se sienta a los pies de la cruz. En la oscuridad logra distinguir pequeñas apachetas que han ido levantando algunos fieles. Cierra los ojos y ora:
—Toma, Padre Santo, mis dolores y flaqueos, en señal de penitencia por mis ofensas pasadas…
Logra sobreponerse lentamente. Levanta la mirada. Los primeros rayos de luz despuntan en el horizonte. Ante sus ojos se desvela el sendero a seguir que se pierde a lo lejos entre las montañas.
Peregrino. Primera parte.
Ya no se oye el motor del bus. Escucha murmullos. Gente desperezándose en sus asientos. El ambiente cargado evidencia que las puertas del bus aún no han sido abiertas. No quiere abrir los ojos. El viaje en estos buses siempre lo deja con una sensación nauseosa que solamente desaparecerá cuando pueda abandonar su condición actual de “sardina enlatada” y respirar el aire fresco del exterior.
El recuerdo de su abuela consolándolo por no querer tomar el bus interprovincial para volver a casa de sus padres —porque tenía la certeza de que a la primera curva de la carretera estaría devolviendo el rico desayuno que le había preparado Mamá Angelita antes de salir— se apodera de su mente de inmediato. Con el pasar de los años cayó en cuenta: no eran las curvas, era la mezcla de olores y hedores de los pasajeros de turno que le revolvía las entrañas hasta dejarlo con la úvula inflamada de tanto arrojar.
—¡Ya pueden bajar! —grita el cobrador— abriendo las puertas del bus.
De inmediato se apodera del ambiente un frío glacial que le lastima y seca las fosas nasales al instante.
—Que no se te ocurra aspirar el aire helado por la boca —le había advertido su madre— primero tienes que aclimatarte cubriéndote con tu chalina, aspira sólo por la nariz.
Estaba cumpliendo diligentemente y al pie de la letra las indicaciones de mamá.
Había llegado al poblado de Mahuayani —a cuatro mil ochenta y nueve metros sobre el nivel del mar— el punto de partida de su peregrinaje. Se había preparado espiritual, mental y fisicamente para el desafío —que tendría que repetir dos veces más en los próximos años—.
A ocho kilometros de ascensión continua por el Valle del Sinak’ara, estaba el objetivo final: el Santuario del Señor de Qoyllurit’i, a los pies del nevado Colquepunco —a cuatro mil ochocientos metros sobre el nivel del mar—.
Todas las personas a quienes había pedido recomendaciones antes del viaje le habían dicho que ese ascenso le tomaría toda una mañana, si no más, entre descansos, tentempiés y reanudaciones de marcha.
Él se había propuesto peregrinar tomando sólo los descansos básicos, y de ser posible: sin descanso.
—Penitencia… —repetía su mente, una y otra vez—.