Peregrino. Tercera Parte.

─¡Soroche! ─se sorprende.

A pesar de las advertencias pensó que, al ser de Cusco, esa altura no le afectaría, su organismo le indicaba lo contrario. Se santiguó ante la pétrea y solitaria cruz adornada con telas de colores y retomó su camino.

Mientras empezaba a recorrer el pequeño sendero de tierra que se extendía por la ladera de la montaña, podía distinguir a su izquierda el barranco cuya profundidad disminuía o se acentuaba con las ondulaciones y zigzagueos del camino. A pesar de que su cuerpo le volvía a pedir descanso después de un ascenso de regular duración, no pensaba ceder ni un descanso más hasta ver en el horizonte la imagen del santuario. Entorna los ojos para confirmar. Sólo montañas y cielo en el horizonte. Inhala profundamente y prosigue su marcha.

─Capacidad pulmonar ─evoca mientras camina─ era lo que más recordaba de su entrenador de atletismo en el colegio: el cuerpo aprende y se adapta conforme le vamos exigiendo día a día.

Recuerda las frías mañanas cuando ─con su compañero de equipo─ llegaba una hora y media antes de las clases para practicar carrera de fondo: primero calentar trotando al borde de la cancha, luego estiramientos, seguían los doscientos metros y finalmente, la carrerea de cuatrocientos metros. Los primeros días fueron desastrosos, no podían concluir la carrera de fondo, a los trescientos metros tenían que frenar suplicando por agua, con el paso de las semanas ya podían correr los cuatrocientos metros a trote, al segundo mes, ya planeaban la estrategia de ataque del pique final para cerrar la carrera; ahí se definía todo. Pertinencia. En ese tiempo había llegado a conocer su organismo y su capacidad de llevarlo al límite. Cuando parecía que con el siguiente paso colapsaría su corazón, cuando podía sentir claramente el pulso de la sangre en la garganta, las sienes y el pecho, era cuando sucedía, increíblemente su organismo se sobreponía y llegaba un nuevo impulso, un soplo de energía renovada que, en menos de un segundo, te daba la claridad para enfocarte en la estrategia final.

Ahora sentía lo mismo, los pasos plúmbeos se hacían cada vez más ligeros, menos exigentes. Ya podía apreciar los detalles: la luz del día era cada vez más clara. Cada cierto tramo bajaban hilos de agua cristalina desde lo alto de la montaña que, al encontrarse con el sendero de tierra y las continuas pisadas, humedecían la tierra contigua que sumada al frío helado se convertía en la trampa perfecta para los despistados caminantes que tuviesen la desdicha de no advertir la pista de patinaje en que se había convertido esa parte. Dos veces estuvo a punto de correr la misma suerte, pero previsoramente se había pegado hacia la pared del camino para tener donde asirse si llegaba a resbalar.

Llevaba caminando casi una hora, había terminado un ascenso pronunciado cuando en la parte más alta se encontró con un arriero que llevaba tres cajas de cerveza cargadas a lomo de burro ─esa noche era la fiesta central y las comparsas de las diversas danzas demandarían copiosamente esta bebida espirituosa una vez concluido su saludo al Anfitrión de la fiesta─. Tenía dificultades para lograr que el pollino dejara de obstruir el tránsito de numerosas personas que comenzaban a manifestar su incomodidad con la situación. Consciente de ello, el arriero decidió espolear a la bestia que estuvo a muy poco de rodar barranco abajo con su “valiosa” carga. Tuvieron que jalar entre tres personas al animal para evitar su desbarrancamiento.

─¡Avancemos hermanos! ─grita alguien de más atrás─. Todos se ponen en marcha en fila india.

─Solo eso faltaba ─murmura─ ahora tengo que caminar al ritmo del primero de la fila.

Camina en puntillas tratando de ver quién va primero. Es una pareja de esposos llevando, al hombro cada uno, cirios grandes con hermosos detalles en su decoración. Siempre tuvo la curiosidad de saber cuánto tiempo pueden arder esas velas enormes. Muchas veces había visto arder más de un par al mismo tiempo en los altares de los templos. Eran, en parte, culpables del ennegrecimiento de las imágenes de los santos.

Contrariamente a lo que había pensado, las personas que estaban delante de él en la fila iban quedando rezagadas, se detenían para descansar y recobrar aliento unos cuantos metros más adelante. La peregrinación, dicen, es la penitencia en tiempo real que suele ser tan dura y exigente, como pecados llevas acumulados hasta ese momento.

Peregrino. Segunda Parte.

Por lo retador del camino, había planificado al detalle las cosas que necesitaría utilizar: gorro de lana, para evitar que la helada le congele a uno hasta las ideas. Guantes, para no darle tregua al frío helado de la montaña. Polo, suéter de lana, polera de polar y casaca, para abrigar tronco y brazos. Pantalón delgado de lana, medias gruesas, un buzo grueso, pero lo suficientemente cómodo para tener libertad durante la exigente caminata, y las zapatillas más cómodas de casa. Una linterna, para alumbrar el camino hasta que los primeros rayos del sol le regalen su luz. Está listo. Se carga la mochila con los víveres básicos. Mira su reloj. 4:45 de la madrugada.

—¡Carajo! —se reprende— debí partir hace 45 minutos.

Las tenues luces de las lamparás a petróleo, que tienen las chozas de plástico improvisadas para vender comida a los peregrinos, son las únicas luces que alumbran el sendero a seguir. El primer ascenso es empinado y accidentado, han tratado de hacer unas escalinatas improvisadas de piedra, pero las pisadas de miles de peregrinos anteriores las han terminado convirtiendo en pedazos de grada incompletos, sin ton ni son para ascender por ellas. Ya casi no queda luz. Tropieza. Enciende la linterna. Retoma su camino.

Tras un exigente ascenso se encuentra con las llamas titilantes de las velas —encendidas a los pies de la primera cruz— que le dan una falsa sensación de calor que es arrebatada enseguida por el primer golpe furioso de la altura. El aire se hace pesado y apenas respirable. Su corazón quiere abrirse paso a través de sus costillas. Sus sienes latiendo al son que les marca su agitado corazón. Su boca y el sinsabor premonitorio ya recordado hace poco el el bus. No puede seguir en pie.

—Siéntate y respira —se ordena— dosifica el escaso oxígeno a tu favor.

Se sienta a los pies de la cruz. En la oscuridad logra distinguir pequeñas apachetas que han ido levantando algunos fieles. Cierra los ojos y ora:

—Toma, Padre Santo, mis dolores y flaqueos, en señal de penitencia por mis ofensas pasadas…

Logra sobreponerse lentamente. Levanta la mirada. Los primeros rayos de luz despuntan en el horizonte. Ante sus ojos se desvela el sendero a seguir que se pierde a lo lejos entre las montañas.

Peregrino. Primera parte.

Ya no se oye el motor del bus. Escucha murmullos. Gente desperezándose en sus asientos. El ambiente cargado evidencia que las puertas del bus aún no han sido abiertas. No quiere abrir los ojos. El viaje en estos buses siempre lo deja con una sensación nauseosa que solamente desaparecerá cuando pueda abandonar su condición actual de “sardina enlatada” y respirar el aire fresco del exterior.

El recuerdo de su abuela consolándolo por no querer tomar el bus interprovincial para volver a casa de sus padres —porque tenía la certeza de que a la primera curva de la carretera estaría devolviendo el rico desayuno que le había preparado Mamá Angelita antes de salir— se apodera de su mente de inmediato. Con el pasar de los años cayó en cuenta: no eran las curvas, era la mezcla de olores y hedores de los pasajeros de turno que le revolvía las entrañas hasta dejarlo con la úvula inflamada de tanto arrojar.

—¡Ya pueden bajar! —grita el cobrador— abriendo las puertas del bus.

De inmediato se apodera del ambiente un frío glacial que le lastima y seca las fosas nasales al instante.

—Que no se te ocurra aspirar el aire helado por la boca —le había advertido su madre— primero tienes que aclimatarte cubriéndote con tu chalina, aspira sólo por la nariz.

Estaba cumpliendo diligentemente y al pie de la letra las indicaciones de mamá.

Había llegado al poblado de Mahuayani —a cuatro mil ochenta y nueve metros sobre el nivel del mar— el punto de partida de su peregrinaje. Se había preparado espiritual, mental y fisicamente para el desafío —que tendría que repetir dos veces más en los próximos años—.

A ocho kilometros de ascensión continua por el Valle del Sinak’ara, estaba el objetivo final: el Santuario del Señor de Qoyllurit’i, a los pies del nevado Colquepunco —a cuatro mil ochocientos metros sobre el nivel del mar—.

Todas las personas a quienes había pedido recomendaciones antes del viaje le habían dicho que ese ascenso le tomaría toda una mañana, si no más, entre descansos, tentempiés y reanudaciones de marcha.

Él se había propuesto peregrinar tomando sólo los descansos básicos, y de ser posible: sin descanso.

—Penitencia… —repetía su mente, una y otra vez—.