El atajo de los pendejos

─Meritocracia─ pensaba Alí, ─nada más absurdo y estúpido─

Él mismo era la prueba latente de que en esta parte del planeta, como en muchas otras, la mejor opción para llegar a arañar una pizca de poder era encontrando los atajos de los pendejos. Lo sabía porque había encontrado uno hace bastantes años.

Se mira en la pantalla de su smartphone, antes de tomarse la selfie posando junto al lomo saltado que piensa engullirse.

Reflexiona. Recuerda. Había empezado a estudiar su carrera profesional a exigencia de sus padres, nunca se sintió del todo convencido por estudiarla. Todo sea para que me dejen hacer tranquilo lo que me gusta ─quería ser aprendiz de locutor─.

De adolescente le encantaba escuchar por las mañanas al locutor fardón que despertaba al pueblo con su dosis lenguaraz de sarcasmo y desinformación sesgada. Eso le encantaba, sabía que podía llegar a ser peor que eso. Lo había espiado varias veces, subiendo a su camioneta del año, orondo e inflado por su propio orgullo. Siempre con las lunas polarizadas bien cerradas, para que no lo insultaran en la calle. Alí tenía la certeza de que podría conseguir ser admirado y odiado por más personas, las suficientes que lo llevasen donde él anhelaba.

Había conseguido una pequeña ventana mediática muy temprano por las mañanas, ni bien comenzaba el día empezaba a despotricar cuanta mentira fuera necesaria en nombre de la verdad que se merecían los habitantes. Al inicio nadie lo tomó en serio, pero sabía bien que el circo era el alimento del pueblo.

Pasado un tiempo supo encontrar la dosis perfecta de medias mentiras y medias verdades que convertían cualquier tema que él quisiera en el foco de interés de las sobremesas de los pobladores.

Supo agenciarse un padrino emprendedor de su misma catadura moral que le consiguió a los compinches ideales quienes lo ayudaron a dejar de ser Alí, para convertirlo en el Sr. Alí, ahora temido por cuanto personaje con rabo de paja y escasa inteligencia emocional caía en sus redes de chantaje y exposición mediática circense que tanto amaban sus, ahora, miles de incautos admiradores.

—¡Un suspiro a la limeña por favor!— le espeta al mozo, mientras contempla el mar y la bruma a través del ventanal.

Sus estratagemas perversas para convertir la mentira en duda y luego en certeza, tras todos estos años, le han abierto un atajo de los pendejos. Ahora a llegado a la ciudad mayor. Sonríe. Sabe que los citadinos adoran su arte. No en vano la llaman: la ciudad de los pendejos.

Se llena del aire húmedo de la gran ciudad en un suspiro largo y gratificante. Mañana empieza la búsqueda de un nuevo atajo…