El Rey del Mundo. Segunda Parte.

-Noche inusualmente despejada de diciembre con luna llena -recuerda Blue.

La observaba desde la ventana de la habitación en la clínica donde descansaban mamá y el Rey del Mundo luego de una mañana ajetreada para todos. Al caer la tarde había entrado en la habitación la neonatóloga y les había dado las instrucciones para alimentar al bebé.

-No pueden pasar más de tres horas para que el bebé vuelva a amamantar, ni siquiera por la noche -informaba la especialista- por el tema de la glucosa; y una vez concluido el proceso, usted tiene que ayudar a botar el chanchito -le decía a Blue, sin quitarle la mirada- para que luego pueda dormir sin problemas.

En “teoría” -recordaba sonriente Blue- quien de inmediato había programado alarmas cada tres horas en el celular, para que le hicieran despertar en el momento exacto de cada toma. Junto a su esposa habían decidido que, cuando volvieran a casa los tres, el Rey del Mundo dormiría solo en su cuna acompañado únicamente por la música clásica del móvil a control remoto que Blue había instalado en la cabecera de la cuna para poder encenderlo desde su cama. Esta decisión implicaba levantarse de la cama cada tres horas, durante la noche y la madrugada, para cargar al bebé y entregárselo a mamá para el suministro vital de leche. Sin embargo, como luego tenía que cumplir con la tarea del chanchito, las siguientes tres horas, que «tenía» Blue para poder dormir, terminaban reduciéndose a dos horas y media, para repetir la tarea una y otra vez en un bucle continuo que soportó estoicamente dos largos e interminables meses al cabo de los cuales el monarca decretó su primera victoria.

-Probemos esta noche -le sugirió su esposa- que duerma a nuestro lado y veamos si podemos acomodarnos.

El dolor en los pies incrementaba día a día y las pantorrillas se convertían en una gelatina temblorosa cada vez que se levantaba al sonido de una de las alarmas programadas. Sin contar las madrugadas que fue testigo de una gama impresionante de colores al ver el cielo ir cambiando de negro hasta llegar a su celeste característico, desapareciendo las estrellas y disimulando la luna con las primeras luces del amanecer, con el Rey del Mundo durmiendo sólo mientras lo llevaba en brazos con un suave arrullo que lo adormecía completamente, pero que dejaban los brazos de Blue tan adoloridos como cuando ayudaba a su mamá con las bolsas del mercado los largos domingos por la mañana.

-Probemos -consintió Blue, completamente rendido.

Fue la primera noche, después de tantas, que Blue pudo descansar su cuerpo. Sólo haciéndole saber a mamá que era hora de alimentar al bebé, para volver a sumirse en un sueño ligero, pero medianamente reparador. El Rey del Mundo nunca más volvió a dormir en su cuna por las noches, había encontrado el lugar más cálido y tranquilo para dormir apaciblemente, su espacio real ganado entre mamá y papá.

Calamidad

—¿Quieres un vaso más? —pregunta la madre, mirando al niño con ternura—.

—¡Estoy llenísimo…! —le responde el niño— haciendo círculos en su barriguita.

Le enseña el vaso vacío a su madre. Ella sonríe.

—¿Cuánto te debo caserita? —pregunta la madre a la señora de los jugos—.

Era un sábado soleado e inquietantemente tranquilo. Mamá le había prometido a su hijo llevarlo a tomar los riquísimos jugos del mercado de San Pedro, famosos por su variedad y frescura.

—Agradece a la casera hijo —le indica la mamá al niño—.

El niño, satisfecho, se dispone a hacer lo que le dice mamá. De pronto fija su mirada en la alta columna que está justo detrás de la señora de los jugos. Algo anda mal. La columna empieza a tambalearse con creciente brusquedad. La casera de los jugos está paralizada viendo aterrada la columna que tiene en frente.

El niño siente lluvia en sus cabellos.

—¿Lluvia? —se pregunta— ¿Dentro del mercado?

Pero huele a tierra, como cuando juego con mis coches en el parque y el viento de las tardes de agosto me llena la cara de polvo. Mira a mamá.

La madre tiene los ojos llenos de lágrimas y una mueca desencajada. Miles de pensamientos inundan su cabeza, y entre todos, una pregunta vital: ¿Por dónde salimos?

El niño siente la mano de mamá que lo sujeta con inusitada fuerza.

—¡Mantén el paso! ¡No me sueltes, ni trates de correr! —le ordena la madre al niño—.

Con el corazón luchando por salirse del pecho, las piernas temblando a cada paso y las manos transpirando. El niño se aferra a mamá. No quiere quedarse atrás.

La madre se detiene:

—¡Esa es la salida! —le señala a su hijo—.

Una de las puertas principales del mercado esta abierta de par en par. La gente sale en tropel. Antes de llegar a ella tienen que pasar por el pabellón de las harineras.

—¡Parece carnavales! —piensa el niño—.

Todos los cerritos que habían levantado las harineras encima del costal de cada tipo de harina salen disparados hacia el pasillo del pabellón por la inercia del movimiento.

La madre retoma el paso con premura en dirección a la puerta.

—¡Harina de habas! —reconoce el niño—. El olor inconfundible de los desayunos de los lunes antes ir al colegio.

Entre la premura y el susto, queda un pequeño espacio para maravillarse con el espectáculo de las harinas cubriendo de blanco el piso del pabellón. Mira las huellas de los zapatos del señor que corre delante, mientras escucha las plegarias y el llanto de las señoras que venden las harinas.

—¡Ha caído una columna! —Grita alguien, aterrorizado—.

Madre e hijo están fuera. Mamá trata de alejarse lo más que puede, hacia el centro de la plazoleta. La madre se detiene, se pone en cuclillas y abraza a su hijo.

—Ya pasó —le dice al oído—. Sacudiendo de sus cabellos el polvo y la harina.

—Quedémonos en la calle mami —suplica el niño—.

—Esta bien hijito —le responde mamá— mientras comprueba con asombro el poder de la naturaleza.

Ese día caminaron a casa. A su paso, calamidad.