Peregrino. Sexta Parte.

─Dos horas y quince minutos ─mira su reloj calculando el tiempo─ de no ser por el arriero ─y las complicaciones con su burro─ y los vendedores ambulantes en la entrada al santuario, hubieran sido dos horas exactas ─apoya su mano a la altura de su boca en un reflejo automático de reflexión─ ¿Es tierra? ─se pregunta al sentir pequeñas partículas impregnadas en sus guantes─ ¡Escarcha! El viento helado ha congelado el vapor de mi respiración que se filtraba a través de mi chalina –se sorprende. Levanta la mirada y ve en la cima del nevado los primeros rayos del sol reflejándose en la nieve– Colquepunco: puerta de plata –recuerda, mientras va sintiendo el peso del cuerpo agotado por el esfuerzo.

La larga fila de peregrinos espectantes por ingresar al santuario avanza lentamente. Ahora que a logrado subir las gradas, y puede ver con claridad lo que sucede en las puertas del templo, se percata que han abierto ambas hojas de la puerta principal para dar paso a las comparsas de las diferentes danzas que también esperan su turno para hacer su ingreso bailando y ofrecer su piadoso saludo al Anfitrión.

–Falta muy poco –se anima, mientras ve saliendo a la comparsa de los Wayri Chunchus luego de haber ofrecido su saludo respectivo.

–¡Queridos hermanos! –anuncia una voz que viene de la puerta por donde debía ingresar– vamos a suspender el ingreso de los fieles hasta que concluya la misa programada para esta hora.

Él sabe que este tipo de misas pueden durar más de cuarenta minutos. Su cuerpo no resistirá más tiempo de pié. Mira a su alrededor. Busca una solución. A lo lejos viene haciendo su ingreso, a tiempo para la misa, la comparsa de los Qhapaq Qolla.

–Siempre me gustó esta danza –recuerda– cuando estaba en colegio siempre me emocionaba pensar que podía tocarnos bailar esta danza para alguna actuación, pero nunca tuve esa suerte.

La comparsa contagia su alegría y entusiasmo. Detrás de los bailarines vienen los mayordomos con sus familas, elegantemente vestidos pero danzando al son de la música. De pronto ve una cara amiga que lo reconoce y le invita a participar de la comparsa. El celador, encargado de vigilar que nadie pase mientras la comparsa hace su ingreso, se percata del llamado y pide a los fieles que lo dejen pasar. Respira aliviado. Abraza con alegría al amigo buscando, vanamente, energías que le permitan mover su cuerpo al ritmo de la música. Está agotado.