Calamidad

—¿Quieres un vaso más? —pregunta la madre, mirando al niño con ternura—.

—¡Estoy llenísimo…! —le responde el niño— haciendo círculos en su barriguita.

Le enseña el vaso vacío a su madre. Ella sonríe.

—¿Cuánto te debo caserita? —pregunta la madre a la señora de los jugos—.

Era un sábado soleado e inquietantemente tranquilo. Mamá le había prometido a su hijo llevarlo a tomar los riquísimos jugos del mercado de San Pedro, famosos por su variedad y frescura.

—Agradece a la casera hijo —le indica la mamá al niño—.

El niño, satisfecho, se dispone a hacer lo que le dice mamá. De pronto fija su mirada en la alta columna que está justo detrás de la señora de los jugos. Algo anda mal. La columna empieza a tambalearse con creciente brusquedad. La casera de los jugos está paralizada viendo aterrada la columna que tiene en frente.

El niño siente lluvia en sus cabellos.

—¿Lluvia? —se pregunta— ¿Dentro del mercado?

Pero huele a tierra, como cuando juego con mis coches en el parque y el viento de las tardes de agosto me llena la cara de polvo. Mira a mamá.

La madre tiene los ojos llenos de lágrimas y una mueca desencajada. Miles de pensamientos inundan su cabeza, y entre todos, una pregunta vital: ¿Por dónde salimos?

El niño siente la mano de mamá que lo sujeta con inusitada fuerza.

—¡Mantén el paso! ¡No me sueltes, ni trates de correr! —le ordena la madre al niño—.

Con el corazón luchando por salirse del pecho, las piernas temblando a cada paso y las manos transpirando. El niño se aferra a mamá. No quiere quedarse atrás.

La madre se detiene:

—¡Esa es la salida! —le señala a su hijo—.

Una de las puertas principales del mercado esta abierta de par en par. La gente sale en tropel. Antes de llegar a ella tienen que pasar por el pabellón de las harineras.

—¡Parece carnavales! —piensa el niño—.

Todos los cerritos que habían levantado las harineras encima del costal de cada tipo de harina salen disparados hacia el pasillo del pabellón por la inercia del movimiento.

La madre retoma el paso con premura en dirección a la puerta.

—¡Harina de habas! —reconoce el niño—. El olor inconfundible de los desayunos de los lunes antes ir al colegio.

Entre la premura y el susto, queda un pequeño espacio para maravillarse con el espectáculo de las harinas cubriendo de blanco el piso del pabellón. Mira las huellas de los zapatos del señor que corre delante, mientras escucha las plegarias y el llanto de las señoras que venden las harinas.

—¡Ha caído una columna! —Grita alguien, aterrorizado—.

Madre e hijo están fuera. Mamá trata de alejarse lo más que puede, hacia el centro de la plazoleta. La madre se detiene, se pone en cuclillas y abraza a su hijo.

—Ya pasó —le dice al oído—. Sacudiendo de sus cabellos el polvo y la harina.

—Quedémonos en la calle mami —suplica el niño—.

—Esta bien hijito —le responde mamá— mientras comprueba con asombro el poder de la naturaleza.

Ese día caminaron a casa. A su paso, calamidad.