Peregrino. Sexta Parte.

─Dos horas y quince minutos ─mira su reloj calculando el tiempo─ de no ser por el arriero ─y las complicaciones con su burro─ y los vendedores ambulantes en la entrada al santuario, hubieran sido dos horas exactas ─apoya su mano a la altura de su boca en un reflejo automático de reflexión─ ¿Es tierra? ─se pregunta al sentir pequeñas partículas impregnadas en sus guantes─ ¡Escarcha! El viento helado ha congelado el vapor de mi respiración que se filtraba a través de mi chalina –se sorprende. Levanta la mirada y ve en la cima del nevado los primeros rayos del sol reflejándose en la nieve– Colquepunco: puerta de plata –recuerda, mientras va sintiendo el peso del cuerpo agotado por el esfuerzo.

La larga fila de peregrinos espectantes por ingresar al santuario avanza lentamente. Ahora que a logrado subir las gradas, y puede ver con claridad lo que sucede en las puertas del templo, se percata que han abierto ambas hojas de la puerta principal para dar paso a las comparsas de las diferentes danzas que también esperan su turno para hacer su ingreso bailando y ofrecer su piadoso saludo al Anfitrión.

–Falta muy poco –se anima, mientras ve saliendo a la comparsa de los Wayri Chunchus luego de haber ofrecido su saludo respectivo.

–¡Queridos hermanos! –anuncia una voz que viene de la puerta por donde debía ingresar– vamos a suspender el ingreso de los fieles hasta que concluya la misa programada para esta hora.

Él sabe que este tipo de misas pueden durar más de cuarenta minutos. Su cuerpo no resistirá más tiempo de pié. Mira a su alrededor. Busca una solución. A lo lejos viene haciendo su ingreso, a tiempo para la misa, la comparsa de los Qhapaq Qolla.

–Siempre me gustó esta danza –recuerda– cuando estaba en colegio siempre me emocionaba pensar que podía tocarnos bailar esta danza para alguna actuación, pero nunca tuve esa suerte.

La comparsa contagia su alegría y entusiasmo. Detrás de los bailarines vienen los mayordomos con sus familas, elegantemente vestidos pero danzando al son de la música. De pronto ve una cara amiga que lo reconoce y le invita a participar de la comparsa. El celador, encargado de vigilar que nadie pase mientras la comparsa hace su ingreso, se percata del llamado y pide a los fieles que lo dejen pasar. Respira aliviado. Abraza con alegría al amigo buscando, vanamente, energías que le permitan mover su cuerpo al ritmo de la música. Está agotado.

Peregrino. Quinta Parte.

–¡Lleva tus cuadritos casero! —se para delante de él un comerciante enseñándole cuadros enmarcados de diferentes tamaños con la imagen del Señor de Qoyllurit’i.

Se detiene un momento. Observa. Lo que queda del sendero es un callejón de carpas de palos forradas con arpillera blanca y techos de plástico azul llenos de souvenirs: llaveros, cuadros, velas, casitas en miniatura, camioncitos, carritos, billetes miniaturizados de diversas denominaciones –soles, dólares, euros–, réplicas diminutas de pasaportes, títulos profesionales de diversas carreras universitarias, entre otros.

–Si la imagen que se venera en el Santuario decidiera encarnarse y manifestarse físicamente en este momento, éste sería el escenario perfecto para el pasaje bíblico de la expulsión de los mercaderes del Templo –reflexiona algo decepcionado por la escena que tiene enfrente. Retoma su marcha esquivando a los ávidos compradores.

Unos metros más adelante la aglomeración de feligreses pone de manifiesto la milenaria labor del ukuku: mantener el orden y la disciplina durante toda la festividad.

–El rapto de Kukuli –recuerda– fue la primera escultura de arcilla, de medianas dimensiones, que compré en el Santurantikuy. A pesar de no conocer el mito hasta ese entonces, me deslumbró la precisión con que el escultor plasmó el rostro desesperado de la desdichada Kukuli tratando de escapar de su captor, así como los detalles que puso en cada accesorio del traje del ukuku, incluyendo sus flecos de lana, cuyo fin es representar el pelaje del ukumari –oso de anteojos– que habita en los bosques húmedos de esta zona.

Los peregrinos reconocen la autoridad que emana de ese personaje y obedecen diligentemente sus indicaciones. Ante cualquier desacato entrará en acción el zurriago –látigo de cuero de tres puntas– que sujetan en la mano más hábil.

–La mejor manera que he conocido, hasta hoy, de mantener el respeto a la tradición andina –reflexiona, tomando su lugar en la fila de personas que esperan poder ingresar al Santuario para saludar al Anfitrión.

Peregrino. Cuarta Parte.

─Vía libre ¡Por fin! ─se anima y acelera su marcha.

Va descendiendo a la zona más baja del camino hasta ahora, el barranco se ha vuelto casi una pampa altoandina digna de una postal. Al lado del camino y en medio de esa pampa una típica chocita de adobe, barro y techo de paja. En la parte exterior han acomodado mesas y bancas rústicas hechas de maderas y palos para que los agotados peregrinos puedan descansar bebiendo o comiendo algo de lo que la dueña de la choza ofrece: mate de coca para el soroche, café con pan de trigo y queso o caldo de gallina. Da una mirada de soslayo a la escena, se percata de una cantidad regular de personas degustando el caldo de gallina humeante, apresurando las cucharadas, antes de que el frío helado expulse por completo el calor de sus platos.

Pasa sin detenerse, su ansiedad por ver en el horizonte el objetivo final le hace trastabillar con unas rocas que hacen de puente sobre un pequeño riachuelo de aguas cristalinas.

─Con mucho cuidado ─piensa─ es probable que esas rocas lleven una capa imperceptible de hielo acechante en espera de una desdichada suela.

Mientras va dejando atrás la choza y las personas ─que ahora son pequeños puntos de colores─ el sendero retoma su pendiente y la caminata se hace ahora cuesta arriba. No se ve nada más que los picos de las montañas y el sendero que las corta en el horizonte.

Conforme va ascendiendo el frío se hace más intenso, sólo la luz del día está presente, no se ven rayos de sol y el viento helado arrecia.

Chiri wayra ─recuerda─ este viento helado, viento de puna, que se lleva la escasa humedad de mi frente y mis pómulos ─las únicas zonas descubiertas─ los reseca y agrieta, más y más, a cada paso ─en su mente lleva fija la imagen de las superficies de los lagos secos, inertes, llenos de grietas.

Siempre tuvo curiosidad por los cachetitos rojos de los niños que acompañaban a sus madres trayendo plantas y productos altoandinos, cada vez que los veía en el Santurantikuy de Cusco, se preguntaba el porqué de esos pómulos brillantes y rojitos, algunos incluso con la piel reventando en diminutas heridas horizontales u otros con la piel descamándose seca y maltratada. Era otro tipo de quemadura de piel por el frío helado de las alturas.

Viento helado y ascensión, lo sacaron raudamente de sus devaneos y volvían a someter a prueba la resistencia de su organismo. Volvía a sentir el aire pesado, difícil de llevarlo a los pulmones. Denso. Se detuvo para envolver bien la chalina ─cubriendo nariz, boca y cuello─ miró alrededor. Estaba solo. Inhaló profundamente y retomó el ascenso.

Estaba a punto de ceder al cansancio de sus piernas entumecidas, cuando de pronto se abrió ante sus ojos el tramo final del sendero. A lo lejos, majestuoso, el nevado Colquepunco y en sus faldas el ansiado Santuario.

─Parece un hormiguero ─sonríe─ puntos diminutos que van en filas que suben, que bajan y otras que se mueven formando coreografías casi imperceptibles a esta distancia. Los rayos del sol amenazan con inundar el valle entero. El sol inclemente de la montaña no sólo calienta. ¡Quema! Sofoca. Abochorna. Sumado al viento helado de la montaña, no augura nada bueno para lo que resta de ascenso. Tengo que tratar de ganar al sol ─se entusiasma y renueva sus fuerzas─. Comienza el tramo final.

Peregrino. Tercera Parte.

─¡Soroche! ─se sorprende.

A pesar de las advertencias pensó que, al ser de Cusco, esa altura no le afectaría, su organismo le indicaba lo contrario. Se santiguó ante la pétrea y solitaria cruz adornada con telas de colores y retomó su camino.

Mientras empezaba a recorrer el pequeño sendero de tierra que se extendía por la ladera de la montaña, podía distinguir a su izquierda el barranco cuya profundidad disminuía o se acentuaba con las ondulaciones y zigzagueos del camino. A pesar de que su cuerpo le volvía a pedir descanso después de un ascenso de regular duración, no pensaba ceder ni un descanso más hasta ver en el horizonte la imagen del santuario. Entorna los ojos para confirmar. Sólo montañas y cielo en el horizonte. Inhala profundamente y prosigue su marcha.

─Capacidad pulmonar ─evoca mientras camina─ era lo que más recordaba de su entrenador de atletismo en el colegio: el cuerpo aprende y se adapta conforme le vamos exigiendo día a día.

Recuerda las frías mañanas cuando ─con su compañero de equipo─ llegaba una hora y media antes de las clases para practicar carrera de fondo: primero calentar trotando al borde de la cancha, luego estiramientos, seguían los doscientos metros y finalmente, la carrerea de cuatrocientos metros. Los primeros días fueron desastrosos, no podían concluir la carrera de fondo, a los trescientos metros tenían que frenar suplicando por agua, con el paso de las semanas ya podían correr los cuatrocientos metros a trote, al segundo mes, ya planeaban la estrategia de ataque del pique final para cerrar la carrera; ahí se definía todo. Pertinencia. En ese tiempo había llegado a conocer su organismo y su capacidad de llevarlo al límite. Cuando parecía que con el siguiente paso colapsaría su corazón, cuando podía sentir claramente el pulso de la sangre en la garganta, las sienes y el pecho, era cuando sucedía, increíblemente su organismo se sobreponía y llegaba un nuevo impulso, un soplo de energía renovada que, en menos de un segundo, te daba la claridad para enfocarte en la estrategia final.

Ahora sentía lo mismo, los pasos plúmbeos se hacían cada vez más ligeros, menos exigentes. Ya podía apreciar los detalles: la luz del día era cada vez más clara. Cada cierto tramo bajaban hilos de agua cristalina desde lo alto de la montaña que, al encontrarse con el sendero de tierra y las continuas pisadas, humedecían la tierra contigua que sumada al frío helado se convertía en la trampa perfecta para los despistados caminantes que tuviesen la desdicha de no advertir la pista de patinaje en que se había convertido esa parte. Dos veces estuvo a punto de correr la misma suerte, pero previsoramente se había pegado hacia la pared del camino para tener donde asirse si llegaba a resbalar.

Llevaba caminando casi una hora, había terminado un ascenso pronunciado cuando en la parte más alta se encontró con un arriero que llevaba tres cajas de cerveza cargadas a lomo de burro ─esa noche era la fiesta central y las comparsas de las diversas danzas demandarían copiosamente esta bebida espirituosa una vez concluido su saludo al Anfitrión de la fiesta─. Tenía dificultades para lograr que el pollino dejara de obstruir el tránsito de numerosas personas que comenzaban a manifestar su incomodidad con la situación. Consciente de ello, el arriero decidió espolear a la bestia que estuvo a muy poco de rodar barranco abajo con su “valiosa” carga. Tuvieron que jalar entre tres personas al animal para evitar su desbarrancamiento.

─¡Avancemos hermanos! ─grita alguien de más atrás─. Todos se ponen en marcha en fila india.

─Solo eso faltaba ─murmura─ ahora tengo que caminar al ritmo del primero de la fila.

Camina en puntillas tratando de ver quién va primero. Es una pareja de esposos llevando, al hombro cada uno, cirios grandes con hermosos detalles en su decoración. Siempre tuvo la curiosidad de saber cuánto tiempo pueden arder esas velas enormes. Muchas veces había visto arder más de un par al mismo tiempo en los altares de los templos. Eran, en parte, culpables del ennegrecimiento de las imágenes de los santos.

Contrariamente a lo que había pensado, las personas que estaban delante de él en la fila iban quedando rezagadas, se detenían para descansar y recobrar aliento unos cuantos metros más adelante. La peregrinación, dicen, es la penitencia en tiempo real que suele ser tan dura y exigente, como pecados llevas acumulados hasta ese momento.

Peregrino. Segunda Parte.

Por lo retador del camino, había planificado al detalle las cosas que necesitaría utilizar: gorro de lana, para evitar que la helada le congele a uno hasta las ideas. Guantes, para no darle tregua al frío helado de la montaña. Polo, suéter de lana, polera de polar y casaca, para abrigar tronco y brazos. Pantalón delgado de lana, medias gruesas, un buzo grueso, pero lo suficientemente cómodo para tener libertad durante la exigente caminata, y las zapatillas más cómodas de casa. Una linterna, para alumbrar el camino hasta que los primeros rayos del sol le regalen su luz. Está listo. Se carga la mochila con los víveres básicos. Mira su reloj. 4:45 de la madrugada.

—¡Carajo! —se reprende— debí partir hace 45 minutos.

Las tenues luces de las lamparás a petróleo, que tienen las chozas de plástico improvisadas para vender comida a los peregrinos, son las únicas luces que alumbran el sendero a seguir. El primer ascenso es empinado y accidentado, han tratado de hacer unas escalinatas improvisadas de piedra, pero las pisadas de miles de peregrinos anteriores las han terminado convirtiendo en pedazos de grada incompletos, sin ton ni son para ascender por ellas. Ya casi no queda luz. Tropieza. Enciende la linterna. Retoma su camino.

Tras un exigente ascenso se encuentra con las llamas titilantes de las velas —encendidas a los pies de la primera cruz— que le dan una falsa sensación de calor que es arrebatada enseguida por el primer golpe furioso de la altura. El aire se hace pesado y apenas respirable. Su corazón quiere abrirse paso a través de sus costillas. Sus sienes latiendo al son que les marca su agitado corazón. Su boca y el sinsabor premonitorio ya recordado hace poco el el bus. No puede seguir en pie.

—Siéntate y respira —se ordena— dosifica el escaso oxígeno a tu favor.

Se sienta a los pies de la cruz. En la oscuridad logra distinguir pequeñas apachetas que han ido levantando algunos fieles. Cierra los ojos y ora:

—Toma, Padre Santo, mis dolores y flaqueos, en señal de penitencia por mis ofensas pasadas…

Logra sobreponerse lentamente. Levanta la mirada. Los primeros rayos de luz despuntan en el horizonte. Ante sus ojos se desvela el sendero a seguir que se pierde a lo lejos entre las montañas.

Peregrino. Primera parte.

Ya no se oye el motor del bus. Escucha murmullos. Gente desperezándose en sus asientos. El ambiente cargado evidencia que las puertas del bus aún no han sido abiertas. No quiere abrir los ojos. El viaje en estos buses siempre lo deja con una sensación nauseosa que solamente desaparecerá cuando pueda abandonar su condición actual de “sardina enlatada” y respirar el aire fresco del exterior.

El recuerdo de su abuela consolándolo por no querer tomar el bus interprovincial para volver a casa de sus padres —porque tenía la certeza de que a la primera curva de la carretera estaría devolviendo el rico desayuno que le había preparado Mamá Angelita antes de salir— se apodera de su mente de inmediato. Con el pasar de los años cayó en cuenta: no eran las curvas, era la mezcla de olores y hedores de los pasajeros de turno que le revolvía las entrañas hasta dejarlo con la úvula inflamada de tanto arrojar.

—¡Ya pueden bajar! —grita el cobrador— abriendo las puertas del bus.

De inmediato se apodera del ambiente un frío glacial que le lastima y seca las fosas nasales al instante.

—Que no se te ocurra aspirar el aire helado por la boca —le había advertido su madre— primero tienes que aclimatarte cubriéndote con tu chalina, aspira sólo por la nariz.

Estaba cumpliendo diligentemente y al pie de la letra las indicaciones de mamá.

Había llegado al poblado de Mahuayani —a cuatro mil ochenta y nueve metros sobre el nivel del mar— el punto de partida de su peregrinaje. Se había preparado espiritual, mental y fisicamente para el desafío —que tendría que repetir dos veces más en los próximos años—.

A ocho kilometros de ascensión continua por el Valle del Sinak’ara, estaba el objetivo final: el Santuario del Señor de Qoyllurit’i, a los pies del nevado Colquepunco —a cuatro mil ochocientos metros sobre el nivel del mar—.

Todas las personas a quienes había pedido recomendaciones antes del viaje le habían dicho que ese ascenso le tomaría toda una mañana, si no más, entre descansos, tentempiés y reanudaciones de marcha.

Él se había propuesto peregrinar tomando sólo los descansos básicos, y de ser posible: sin descanso.

—Penitencia… —repetía su mente, una y otra vez—.

Calamidad

—¿Quieres un vaso más? —pregunta la madre, mirando al niño con ternura—.

—¡Estoy llenísimo…! —le responde el niño— haciendo círculos en su barriguita.

Le enseña el vaso vacío a su madre. Ella sonríe.

—¿Cuánto te debo caserita? —pregunta la madre a la señora de los jugos—.

Era un sábado soleado e inquietantemente tranquilo. Mamá le había prometido a su hijo llevarlo a tomar los riquísimos jugos del mercado de San Pedro, famosos por su variedad y frescura.

—Agradece a la casera hijo —le indica la mamá al niño—.

El niño, satisfecho, se dispone a hacer lo que le dice mamá. De pronto fija su mirada en la alta columna que está justo detrás de la señora de los jugos. Algo anda mal. La columna empieza a tambalearse con creciente brusquedad. La casera de los jugos está paralizada viendo aterrada la columna que tiene en frente.

El niño siente lluvia en sus cabellos.

—¿Lluvia? —se pregunta— ¿Dentro del mercado?

Pero huele a tierra, como cuando juego con mis coches en el parque y el viento de las tardes de agosto me llena la cara de polvo. Mira a mamá.

La madre tiene los ojos llenos de lágrimas y una mueca desencajada. Miles de pensamientos inundan su cabeza, y entre todos, una pregunta vital: ¿Por dónde salimos?

El niño siente la mano de mamá que lo sujeta con inusitada fuerza.

—¡Mantén el paso! ¡No me sueltes, ni trates de correr! —le ordena la madre al niño—.

Con el corazón luchando por salirse del pecho, las piernas temblando a cada paso y las manos transpirando. El niño se aferra a mamá. No quiere quedarse atrás.

La madre se detiene:

—¡Esa es la salida! —le señala a su hijo—.

Una de las puertas principales del mercado esta abierta de par en par. La gente sale en tropel. Antes de llegar a ella tienen que pasar por el pabellón de las harineras.

—¡Parece carnavales! —piensa el niño—.

Todos los cerritos que habían levantado las harineras encima del costal de cada tipo de harina salen disparados hacia el pasillo del pabellón por la inercia del movimiento.

La madre retoma el paso con premura en dirección a la puerta.

—¡Harina de habas! —reconoce el niño—. El olor inconfundible de los desayunos de los lunes antes ir al colegio.

Entre la premura y el susto, queda un pequeño espacio para maravillarse con el espectáculo de las harinas cubriendo de blanco el piso del pabellón. Mira las huellas de los zapatos del señor que corre delante, mientras escucha las plegarias y el llanto de las señoras que venden las harinas.

—¡Ha caído una columna! —Grita alguien, aterrorizado—.

Madre e hijo están fuera. Mamá trata de alejarse lo más que puede, hacia el centro de la plazoleta. La madre se detiene, se pone en cuclillas y abraza a su hijo.

—Ya pasó —le dice al oído—. Sacudiendo de sus cabellos el polvo y la harina.

—Quedémonos en la calle mami —suplica el niño—.

—Esta bien hijito —le responde mamá— mientras comprueba con asombro el poder de la naturaleza.

Ese día caminaron a casa. A su paso, calamidad.

El atajo de los pendejos

─Meritocracia─ pensaba Alí, ─nada más absurdo y estúpido─

Él mismo era la prueba latente de que en esta parte del planeta, como en muchas otras, la mejor opción para llegar a arañar una pizca de poder era encontrando los atajos de los pendejos. Lo sabía porque había encontrado uno hace bastantes años.

Se mira en la pantalla de su smartphone, antes de tomarse la selfie posando junto al lomo saltado que piensa engullirse.

Reflexiona. Recuerda. Había empezado a estudiar su carrera profesional a exigencia de sus padres, nunca se sintió del todo convencido por estudiarla. Todo sea para que me dejen hacer tranquilo lo que me gusta ─quería ser aprendiz de locutor─.

De adolescente le encantaba escuchar por las mañanas al locutor fardón que despertaba al pueblo con su dosis lenguaraz de sarcasmo y desinformación sesgada. Eso le encantaba, sabía que podía llegar a ser peor que eso. Lo había espiado varias veces, subiendo a su camioneta del año, orondo e inflado por su propio orgullo. Siempre con las lunas polarizadas bien cerradas, para que no lo insultaran en la calle. Alí tenía la certeza de que podría conseguir ser admirado y odiado por más personas, las suficientes que lo llevasen donde él anhelaba.

Había conseguido una pequeña ventana mediática muy temprano por las mañanas, ni bien comenzaba el día empezaba a despotricar cuanta mentira fuera necesaria en nombre de la verdad que se merecían los habitantes. Al inicio nadie lo tomó en serio, pero sabía bien que el circo era el alimento del pueblo.

Pasado un tiempo supo encontrar la dosis perfecta de medias mentiras y medias verdades que convertían cualquier tema que él quisiera en el foco de interés de las sobremesas de los pobladores.

Supo agenciarse un padrino emprendedor de su misma catadura moral que le consiguió a los compinches ideales quienes lo ayudaron a dejar de ser Alí, para convertirlo en el Sr. Alí, ahora temido por cuanto personaje con rabo de paja y escasa inteligencia emocional caía en sus redes de chantaje y exposición mediática circense que tanto amaban sus, ahora, miles de incautos admiradores.

—¡Un suspiro a la limeña por favor!— le espeta al mozo, mientras contempla el mar y la bruma a través del ventanal.

Sus estratagemas perversas para convertir la mentira en duda y luego en certeza, tras todos estos años, le han abierto un atajo de los pendejos. Ahora a llegado a la ciudad mayor. Sonríe. Sabe que los citadinos adoran su arte. No en vano la llaman: la ciudad de los pendejos.

Se llena del aire húmedo de la gran ciudad en un suspiro largo y gratificante. Mañana empieza la búsqueda de un nuevo atajo…

El mejor amigo grande

Una lágrima, abriéndose cause, milímetro a milímetro, por la piel agotada de la mejilla de su primer y mejor amigo grande. De los que te cuidan, de los que te defienden, de los que te engríen. Él la recoge con cariño, −tranquilo− le dice, tratando de aliviarlo.

Entretanto recuerda, de niño le habían amenazado con decirle al abuelo la travesura que acababa de cometer, cinco patitos flotando inertes en la poza de la huerta, él pensó que ya podían nadar y bucear como lo hacían sus hermanos mayores, grave error. Su mejor amigo grande vino a confortarlo, lo miraba con ojos serios, tratando de encontrar el motivo en lo profundo de sus pupilas. Parece haberlo encontrado. Sonríe.

−Tranquilo− le dice, secando sus lágrimas que brotan incesantes, una tras otra, y mojan sus mejillas manchadas con el barro de sus manos traviesas. −Vamos, ¡te tengo una sorpresa!−

Cesa el llanto. Aún quedan sollozos. Él esboza una sonrisa tímida, todavía siente el escalofrío que lo tenía petrificado hace unos instantes, como ese león que escupe agua por la boca en la pileta de la plazoleta. Se le reconforta el corazón.

Torta de vainilla con Ñusta roja −su gaseosa favorita−. Siempre les encantó comerla juntos a escondidas, su mejor amigo grande la camuflaba en su ropa para que nadie pudiera verla, él lo esperaba siempre por las tardes, sentado en el balcón que daba al patio, esperando la señal que sólo ambos conocían. El código secreto de los mejores amigos.

Su mejor amigo grande había dejado de hablar hace unas semanas, él hacía cuanto podía para estar a su lado, sentado delante de él. La enfermedad lo iba desgastando de a pocos, robándole recuerdos día a día, restándole combustible a esa máquina otrora incansable.

Él, con mirada cariñosa, buscando respuestas en lo profundo de sus pupilas, le dice:

−¡Te tengo una sorpresa!− Saca de la bolsa de papel una torta de vainilla y llena dos vasos con IncaKola −su gaseosa favorita−.

Una lágrima solitaria asoma. La muda mirada de ternura de su mejor amigo grande quedará tatuada en su alma hasta el fin de sus días…

Etéreo momento, eterno recuerdo

Las sirenas de los carros de bomberos no lograban acallar el intenso tañir de la Maria Angola, que con sus majestuosas vibraciones anunciaba el inicio del tan esperado momento. Siempre estuvo presente, desde que tiene recuerdo, cada Lunes Santo de la mano de sus padres sosteniéndolo delicada pero inseparablemente, como una enredadera a su guía, al menor descuido se convertiría en gota perdida en el inmenso mar de gente que esperaba con reverente impaciencia el momento.

La constancia y los años le habían enseñado lo que necesitaba hacer para recibir con entera devoción la gracia divina que, con paternal amor, brindaba a cada uno se sus fieles el Taytacha.

En cuanto se encumbrara en el atrio de la catedral tenía que poner mucha atención a cada detalle, a cada movimiento, a cada inclinación. Como aún era pequeño, le era más fácil identificar el vaivén de las coronas de nucchu que colgaban a ambos lados, como las lámparas chinas cuando las golpea el viento, en cuanto se movieran hacia adelante había llegado el momento.

-¡Ahora!- se ordena a si mismo. El momento ha llegado.

El bullicio calla, sólo se oyen las sirenas y la Maria Angola. Todos caen de rodillas, en humilde muestra de arrepentimiento y esperanza de perdón, agachan la cabeza, como el súbdito ante la presencia de su rey. Primer vaivén y se comienzan a oír mudos sollozos, primera señal de la cruz, primera oración. Han de repetirse dos vaivenes más, mira de reojo a quienes tiene a su lado, todos con los ojos llenos de lágrimas de satisfacción, de consuelo, de agradecimiento por una oportunidad más de poder recibir la bendición del Taytacha Temblores.

El momento ha terminado, pero el recuerdo de esa devoción sigue presente, años más tarde, grabado a fuego en su mente, en su corazón.