Peregrino. Primera parte.

Ya no se oye el motor del bus. Escucha murmullos. Gente desperezándose en sus asientos. El ambiente cargado evidencia que las puertas del bus aún no han sido abiertas. No quiere abrir los ojos. El viaje en estos buses siempre lo deja con una sensación nauseosa que solamente desaparecerá cuando pueda abandonar su condición actual de “sardina enlatada” y respirar el aire fresco del exterior.

El recuerdo de su abuela consolándolo por no querer tomar el bus interprovincial para volver a casa de sus padres —porque tenía la certeza de que a la primera curva de la carretera estaría devolviendo el rico desayuno que le había preparado Mamá Angelita antes de salir— se apodera de su mente de inmediato. Con el pasar de los años cayó en cuenta: no eran las curvas, era la mezcla de olores y hedores de los pasajeros de turno que le revolvía las entrañas hasta dejarlo con la úvula inflamada de tanto arrojar.

—¡Ya pueden bajar! —grita el cobrador— abriendo las puertas del bus.

De inmediato se apodera del ambiente un frío glacial que le lastima y seca las fosas nasales al instante.

—Que no se te ocurra aspirar el aire helado por la boca —le había advertido su madre— primero tienes que aclimatarte cubriéndote con tu chalina, aspira sólo por la nariz.

Estaba cumpliendo diligentemente y al pie de la letra las indicaciones de mamá.

Había llegado al poblado de Mahuayani —a cuatro mil ochenta y nueve metros sobre el nivel del mar— el punto de partida de su peregrinaje. Se había preparado espiritual, mental y fisicamente para el desafío —que tendría que repetir dos veces más en los próximos años—.

A ocho kilometros de ascensión continua por el Valle del Sinak’ara, estaba el objetivo final: el Santuario del Señor de Qoyllurit’i, a los pies del nevado Colquepunco —a cuatro mil ochocientos metros sobre el nivel del mar—.

Todas las personas a quienes había pedido recomendaciones antes del viaje le habían dicho que ese ascenso le tomaría toda una mañana, si no más, entre descansos, tentempiés y reanudaciones de marcha.

Él se había propuesto peregrinar tomando sólo los descansos básicos, y de ser posible: sin descanso.

—Penitencia… —repetía su mente, una y otra vez—.

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