El mejor amigo grande

Una lágrima, abriéndose cause, milímetro a milímetro, por la piel agotada de la mejilla de su primer y mejor amigo grande. De los que te cuidan, de los que te defienden, de los que te engríen. Él la recoge con cariño, −tranquilo− le dice, tratando de aliviarlo.

Entretanto recuerda, de niño le habían amenazado con decirle al abuelo la travesura que acababa de cometer, cinco patitos flotando inertes en la poza de la huerta, él pensó que ya podían nadar y bucear como lo hacían sus hermanos mayores, grave error. Su mejor amigo grande vino a confortarlo, lo miraba con ojos serios, tratando de encontrar el motivo en lo profundo de sus pupilas. Parece haberlo encontrado. Sonríe.

−Tranquilo− le dice, secando sus lágrimas que brotan incesantes, una tras otra, y mojan sus mejillas manchadas con el barro de sus manos traviesas. −Vamos, ¡te tengo una sorpresa!−

Cesa el llanto. Aún quedan sollozos. Él esboza una sonrisa tímida, todavía siente el escalofrío que lo tenía petrificado hace unos instantes, como ese león que escupe agua por la boca en la pileta de la plazoleta. Se le reconforta el corazón.

Torta de vainilla con Ñusta roja −su gaseosa favorita−. Siempre les encantó comerla juntos a escondidas, su mejor amigo grande la camuflaba en su ropa para que nadie pudiera verla, él lo esperaba siempre por las tardes, sentado en el balcón que daba al patio, esperando la señal que sólo ambos conocían. El código secreto de los mejores amigos.

Su mejor amigo grande había dejado de hablar hace unas semanas, él hacía cuanto podía para estar a su lado, sentado delante de él. La enfermedad lo iba desgastando de a pocos, robándole recuerdos día a día, restándole combustible a esa máquina otrora incansable.

Él, con mirada cariñosa, buscando respuestas en lo profundo de sus pupilas, le dice:

−¡Te tengo una sorpresa!− Saca de la bolsa de papel una torta de vainilla y llena dos vasos con IncaKola −su gaseosa favorita−.

Una lágrima solitaria asoma. La muda mirada de ternura de su mejor amigo grande quedará tatuada en su alma hasta el fin de sus días…

Etéreo momento, eterno recuerdo

Las sirenas de los carros de bomberos no lograban acallar el intenso tañir de la Maria Angola, que con sus majestuosas vibraciones anunciaba el inicio del tan esperado momento. Siempre estuvo presente, desde que tiene recuerdo, cada Lunes Santo de la mano de sus padres sosteniéndolo delicada pero inseparablemente, como una enredadera a su guía, al menor descuido se convertiría en gota perdida en el inmenso mar de gente que esperaba con reverente impaciencia el momento.

La constancia y los años le habían enseñado lo que necesitaba hacer para recibir con entera devoción la gracia divina que, con paternal amor, brindaba a cada uno se sus fieles el Taytacha.

En cuanto se encumbrara en el atrio de la catedral tenía que poner mucha atención a cada detalle, a cada movimiento, a cada inclinación. Como aún era pequeño, le era más fácil identificar el vaivén de las coronas de nucchu que colgaban a ambos lados, como las lámparas chinas cuando las golpea el viento, en cuanto se movieran hacia adelante había llegado el momento.

-¡Ahora!- se ordena a si mismo. El momento ha llegado.

El bullicio calla, sólo se oyen las sirenas y la Maria Angola. Todos caen de rodillas, en humilde muestra de arrepentimiento y esperanza de perdón, agachan la cabeza, como el súbdito ante la presencia de su rey. Primer vaivén y se comienzan a oír mudos sollozos, primera señal de la cruz, primera oración. Han de repetirse dos vaivenes más, mira de reojo a quienes tiene a su lado, todos con los ojos llenos de lágrimas de satisfacción, de consuelo, de agradecimiento por una oportunidad más de poder recibir la bendición del Taytacha Temblores.

El momento ha terminado, pero el recuerdo de esa devoción sigue presente, años más tarde, grabado a fuego en su mente, en su corazón.

El momento previo

Con la mirada fija al frente pero siempre atento a sus acompañantes, visión periférica, recuerda. Una de las primeras lecciones cuando, rendido de tantas ranas, estiramientos y órdenes a viva voz, lo llamaban para la reunión final del día, para dar las instrucciones necesarias antes de la ceremonia de cambio de mando.

Siempre atento al latir de la banda, al bombo, como cuando esperamos para cantar la parte que más nos gusta de una canción, listo para dar la orden en el momento preciso, sin el más mínimo margen de error, no está permitido.

Domino del espacio y los movimientos del grupo, como una bandada de gaviotas en vuelo, en perfecta sincronización. Aprendieron a entender sus miradas, horas de sol y entreno para lograr hacerlo sin decir una sola palabra, mantengan distancia y armonía en desplazamientos y giros, nunca corriendo como si quisieran que se acabara pronto, nunca tan lento como quien no sabe hacerlo. Sincronía, recordaba.

Quien tiene la dicha de portar nuestro símbolo patrio ha de evocar a los grandes héroes nacionales y sus gestas heroicas por hacer de éste el símbolo nunca mancillado de nuestra patria independiente y soberana, aun cayendo derrotados e inmolándose como Ugarte, Bolognesi o Grau. Orgullo, pensaba.

Llévala con honor y gallardía, le dijo su predecesor el día que le entregó el pabellón nacional, y así quería hacerlo, especialmente hoy, día de la patria. Con el corazón retumbando en su interior, como la primera vez que besó a una chica, buscando ponerlo a tono con la marcha entonada por la banda del ejército. Sujetando con fuerza el mástil y la bandera, disimulando bajo el guante blanco el sudor de su mano nerviosa. Marcando el paso en el lugar, recogiendo cada uno de estos detalles, es hora escolta: − ¡Marchen…! −